miércoles, febrero 24, 2010

Serie- Cuentos del camino.Por MK

Pastelitos
La casa de Cerrito era enorme. Claro, todo tiene una explicación. Originalmente habían sido dos casas. Cuando la familia de adelante se fue, la dueña le dio permiso a mi papá para que abriera una puerta en el pasillo del medio y así poder comunicar una con otra. De ese modo, vivíamos en una casa con dos baños, varios cuartos y hasta dos cocinas. Esto hacía que fuera el lugar de encuentro para toda la parentela y amigos de mis viejos.
Se armaba una larga mesa para los adultos y por supuesto la otra para los chicos. Las mujeres atendían a los hijos, todos de menos de diez años, preparaban ensaladas, postres, ponían la mesa y los hombres alrededor de la parrilla, hablando de sus trabajos, asando el almuerzo para dejarnos a todos contentos.
Era maravillosa la hora de la picada. Me encantaba el aroma del Gancia con limón que tomaban antes del almuerzo. A nosotros nos daban seguramente alguna gaseosa de moda en la época, los domingos había papas fritas y aceitunas.
Los chicos jugábamos desde el patio del fondo a la calle. Mi papá dejaba abierto el portón de altas celosías que nos mantenía adentro y nos permitían salir al jardín hasta a los más chicos. Los domingos eran de fiesta corrida siempre.
Ese día en particular, estaba mi tía Mabel, el tío Enrique, La tía Laura y el tío Salvador, mis primos, y la prima de mi papá, Lili, con su esposo Jesús y sus dos hijas Liliana y Mirta. También había venido un amigo de la familia con sus dos hijos varones. Alberto el mayor, que murió ahogado en Mar del Plata un verano, y Fernando, un mocoso maleducado que comía hasta vomitar.
Lili era una mujer alta, gorda, que lucía la sonrisa más bella que vi en mi vida. La boca ancha pintada siempre de rojo. Yo en mi primerísima infancia ya la notaba una femme fatal, con sus manos de uñas carmín, su pelo negro, aún teniendo los kilos que tenía de más, era una mujer absolutamente sensual.. Y yo la adoraba. Para mí era la tía Lili.
Ese domingo, después de almorzar, se preparaba para amasar pastelitos de membrillo.
Fernando, el mocoso, no hizo más que desmanes durante el almuerzo, y antes, y después.
Y yo la veía a Lili mirarlo como elucubrando el modo de comerlo crudo.
_ ¡Llegaron los pastelitosssssss !, no sean glotones, uno para cada uno. Si lo comen entero, después les traigo más. _
En ese momento de la tarde desaparece el mocoso, pero nadie se dio cuenta, hasta que se escucha una pequeña discusión que venía desde el comedor. Aparece tía Lili con Fernandito de la mano, la boca llena de comida, la cara empapada en llanto y tratando de esconder la vergüenza que sabía se avecinaba.
Sucedió que Lili había rellenado algunos pastelitos con algodón, para hacer una broma a los hombres, pero el susodicho acabó con el chiste, desmembrando uno por uno los seis que estaban en una fuente aparte, y arruinando la tarde de algunos grandes.
En cambio los chicos, no tuvimos piedad con Fernando, y conseguimos lo que nadie consiguió jamás, hacer que parara de engullir como bestia al menos por una tarde.

martes, febrero 23, 2010

Serie cuentos del camino-Por MK

CHICHARRONES

Mi abuela Victoria tuvo 7 hijos. 23 nietos vivos. 2 nietos varones muertos al nacer. Una hija muerta al parir. Un aljibe en el patio de ladrillos. Una cocina económica. Un inquilino en la piecita del fondo. Una pensión de señoritas en la piecita de costado. Un analfabetismo que se llevó a la tumba. Y varias nietas y bisnietas que guardan su nombre.

A una cuadra de su casa, el parque, con sus dos puentecitos, uno de material y el otro de hierro. El laguito manchado de pequeños islotes inaccesibles. Altas palmeras. Las vacaciones de verano no habrían tenido sentido si no hubiera existido este escenario de mi infancia en el pueblo.

Meses enteros escapando de la siesta con unas temperaturas que hacían que hasta las gallinas se durmieran con el pico abierto. Comíamos Biznikke Nevado con los pies metidos en el agua, la cola embarrada de sentarnos en la orillita y sucios de pasto hasta las orejas.

A veces nos llevaba de Pehuajó a Nueva Plata la tía Felisa, y nos dejaba jugar en la cuadra de su panadería. Aún hoy llevo el olor del pan horneado de madrugada. Muchas veces sin que nos viera, nos metíamos en su cocina sin luz eléctrica y nos quedábamos mudos mirando las luces de las lámparas a querosene que alargaban las sombras sobre las sillas de paja.. eran fantasmas bondadosos que nos invitaban a volver a la cama.

Estando en Buenos Aires, una mañana el teléfono nos hizo subir a todos al Mercedito de papá. Siempre éramos siete porque viajaban con nosotros, como un apéndice de la familia, la tía Laura, el tío Salvador ( hermano de mi viejo ) y su única hija Elsa. Yo pensé con mis ocho añitos.. fiesta en casa de la abuela Victoria. No parecía tal cosa al ver las caras de los mayores, pero como siempre estaban apurados.. Yo no veía la hora de parar en la ruta a robar choclos de algún campo.. Vería a mis primos.. comeríamos torta de chicarrones que nos hacía la abuela.

Llegamos al pueblo y nos recibió un frío de muerte.

Doblamos por González del Solar y al llegar al 920, vi con absoluta sorpresa que ya había comenzado el velatorio de mi abuelita amada, y al mirar al asiento delantero, vi a mi papá llorando sobre los brazos cruzados encima del volante. Nunca olvidaré esa imagen. La espalda de mi padre doblada por el dolor de la pérdida de su madre.

Hace días que estoy doblada y no lo digo. No quiero abrumar ni aburrir ni contagiar. Extraño los chicharrones de mi mamá.

domingo, febrero 21, 2010

Serie- Cuentos del camino .Por MK

 
Zapatos de taco
Mis primeros zapatos de taco los estrené para un cumple de una amiga que tenía como 5 años más que yo y la siguiente vez fue para ir a La Boca a una muestra de pinturas en una escuela donde mi tío Enrique, era profesor en Bellas Artes.
Yo lo adoraba y lo admiraba. Siempre nos traía caramelos de Los Mandarines. Latas de tostaditas Canale. Él vivía con su familia en San Telmo, a la vuelta del Parque Lezama. En la esquina de Garay y Defensa estaba el mercado.
Me recuerdo con mi hermano y mi prima, agachados, caja de fósforos vacía en mano, esperando ver un alacrán para llevarlo de souvenir.
Cuando por fin encontrábamos alguno, lo guardábamos en la cajita y lo llevábamos al departamento. Las madres nos gritaban al borde del llanto cuando vaciábamos el caro contenido de la 222 patitos sobre la mesa...
Pero una tarde el tío nos hizo ir bien vestidos para llevarnos a una exposición de pinturas en una escuela en la que daba clases.
Mi hermano Julio César (Julito), mi prima Mabel (Mabelita), mi primito Alejandro
 (Alecito) y yo Patricia, todos prolijitos, peinaditos y con los zapatos lustrados fuimos en el Mercedes de mi papá. (Una hormiga negra, taxi de Capital, modelo 1955...)
Recuerdo la entrada del edificio, ancha, muy ancha, con las puertas tijera, las veredas del barrio, altas con los escaloncitos tradicionales, los colores indiscretos de las paredes, y enfrente el riachuelo, oscuro, denso, parece un estanque de aceite quemado.
Cuando sus alumnos vieron entrar al profesor Lagreca al hall de la escuela, se acercaron con sumo respeto a darle la bienvenida. Nosotros, un séquito de enanos, lo seguíamos silenciosos, mandíbula colgando.. nunca lo habíamos visto en ese rol.
Nos dio un tour por los contornos del patio de la escuela, tapizados de pinturas de diferentes estilos, hasta que se detuvo a saludar a un señor mayor, que en apariencia era un abuelito del barrio, pero que luego, a la hora de la cena supimos, era un artista plástico de renombre mundial.
En realidad nada de eso nos interesaba. Fuimos obligados y queríamos salir lo antes posible de ese aburrido compromiso.
No supe, sino hasta pasados algunos años, que el abuelito aquel, de gesto tierno, que me tomó las manos como saludando a un adulto, y de mirada aguada, era Don Benito.
La escuela se llamaba Pedro de Mendoza. Actualmente funciona allí un museo.
El museo se llama Benito Quinquela Martín.

domingo, enero 31, 2010

El abrazo


Paloma se acercó seria, muy seria, demasiado seria para su corta edad. Sus ojos me contaron de antemano que algo grave le estaba pasando.
Me miró y me dijo _Papá, ¿Podemos hablar? _Si mi amor _ contesté.
Su pequeña mano cogió a la mía y me arrastró hasta el living, cerró la puerta como para asegurar que la conversación sería privada. Se sentó en el sillón y me hizo señas para que me sentara a su lado. A esa altura sus ojitos estaban vidriosos, miraban fijos a los míos, como para escrutar en mi interior
_Anoche te vi poniendo dinero debajo de la almohada de Fernanda y llevándote el diente que se le cayó, ¿eso quiere decir que el ratoncito Pérez no existe no? Su mano apretaba la mía con una fuerza proporcional a su sufrimiento.
_ ¿Quieres la verdad, no es cierto?_ pregunté, a lo que ella asintió con la cabeza.
_Tienes razón, no existe _dije
Las lágrimas comenzaron a caer incontenibles, y entre sollozos volvió a preguntar, _ ¿Entonces Papá Noel y los Reyes, tampoco?_esta vez el que asintió con la cabeza fui yo, entonces el llanto fue descontrolado. Nos abrazamos y lloró largo rato.
Cuando se hubo calmado, me pidió permiso para dormir con su hermana, por supuesto accedí.
Al verla la abrazó con fuerza, Fernanda, unos tres años menor, no entendió pero encantada de semejante demostración de afecto le devolvió el abrazo. Y así se durmieron las dos, abrazadas.
A la mañana siguiente me contó sin que le preguntara, que era mejor ir abrazando a Fernanda desde ahora, así cuando se enterara de su secreto el  dolor iba a ser menor.