martes, febrero 23, 2010

Serie cuentos del camino-Por MK

CHICHARRONES

Mi abuela Victoria tuvo 7 hijos. 23 nietos vivos. 2 nietos varones muertos al nacer. Una hija muerta al parir. Un aljibe en el patio de ladrillos. Una cocina económica. Un inquilino en la piecita del fondo. Una pensión de señoritas en la piecita de costado. Un analfabetismo que se llevó a la tumba. Y varias nietas y bisnietas que guardan su nombre.

A una cuadra de su casa, el parque, con sus dos puentecitos, uno de material y el otro de hierro. El laguito manchado de pequeños islotes inaccesibles. Altas palmeras. Las vacaciones de verano no habrían tenido sentido si no hubiera existido este escenario de mi infancia en el pueblo.

Meses enteros escapando de la siesta con unas temperaturas que hacían que hasta las gallinas se durmieran con el pico abierto. Comíamos Biznikke Nevado con los pies metidos en el agua, la cola embarrada de sentarnos en la orillita y sucios de pasto hasta las orejas.

A veces nos llevaba de Pehuajó a Nueva Plata la tía Felisa, y nos dejaba jugar en la cuadra de su panadería. Aún hoy llevo el olor del pan horneado de madrugada. Muchas veces sin que nos viera, nos metíamos en su cocina sin luz eléctrica y nos quedábamos mudos mirando las luces de las lámparas a querosene que alargaban las sombras sobre las sillas de paja.. eran fantasmas bondadosos que nos invitaban a volver a la cama.

Estando en Buenos Aires, una mañana el teléfono nos hizo subir a todos al Mercedito de papá. Siempre éramos siete porque viajaban con nosotros, como un apéndice de la familia, la tía Laura, el tío Salvador ( hermano de mi viejo ) y su única hija Elsa. Yo pensé con mis ocho añitos.. fiesta en casa de la abuela Victoria. No parecía tal cosa al ver las caras de los mayores, pero como siempre estaban apurados.. Yo no veía la hora de parar en la ruta a robar choclos de algún campo.. Vería a mis primos.. comeríamos torta de chicarrones que nos hacía la abuela.

Llegamos al pueblo y nos recibió un frío de muerte.

Doblamos por González del Solar y al llegar al 920, vi con absoluta sorpresa que ya había comenzado el velatorio de mi abuelita amada, y al mirar al asiento delantero, vi a mi papá llorando sobre los brazos cruzados encima del volante. Nunca olvidaré esa imagen. La espalda de mi padre doblada por el dolor de la pérdida de su madre.

Hace días que estoy doblada y no lo digo. No quiero abrumar ni aburrir ni contagiar. Extraño los chicharrones de mi mamá.

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